jueves, 30 de diciembre de 2010

...CARTA A LA MONARQUÍA ORIENTAL...


Excelentísimos SSMM de Oriente:

En primer lugar les ofrezco mis disculpas, ya que debido a mi humilde familia y mi más aún deficitaria formación académica, no estoy familiarizado con el uso del protocolo que merecen tan excelentísimas majestades. 

El propósito de mi carta es la de intentar explicar los despropósitos en que me he visto involucrado durante mi fatídica vida convirtiéndome por ello en persona “non grata” para el gremio navideño; y así puedan sus majestades (por vez primera en treinta y tres años) dejar amablemente los obsequios navideños en el salón de mis veinticinco metros cuadrados de habitáculo, entre el urinario y la cama, debajo de los fogones.

Empezaré con el relato de mi vida en mi más temprana edad, ya que en mi origen se encuentra el kit de la cuestión que me llevó a delinquir, y por tanto, a no ser merecedor de vuestra real simpatía.

Nací en una caravana circense que rotaba por todos los pueblos de España. A mi padre equilibrista de nacimiento, le diagnosticaron vértigo cuando yo contaba tres años. El médico le prohibió seguir con su profesión (la única que conocía y amaba) y él se negó a dejarla.  Un mes después de aquello moría en Jerez, perdiendo el equilibrio a 5 metros de altura.
Mi madre, mujer barbuda de profesión, quedó muy depresiva a consecuencia de los hechos anteriormente narrados sumergiéndose  de lleno en líquidos etílicos de toda clase e índole para olvidarlo.

Un día hablando con su amiga de la infancia, Amparito, que también estaba viuda de hacía poquito, decidió que nos íbamos a vivir con ella a Barcelona para empezar una nueva vida. Esa misma mañana  mientras yo hacía las maletas, ella fue afeitarse y sacarse la última huella de su pasado. No calculando bien a causa del grado alcohólico intravenoso, acabó desgarrándose sin querer  la aorta en el intento. Sus últimas palabras mientras yo aguantaba su rechoncho cuerpo  bañando en sangre fueron “Borjita, prométeme que serás virgen hasta que encuentres a una buena moza”.

El trauma se cebó en mi mente doceañera y me quedé sin habla durante un tiempo. Como era menor de edad y huérfano de repente, los servicios sociales me llevaron a un orfanato para chicos subvencionado de dudosa reputación. De los años que viví en el centro no obtuve un gran fruto académico. El director, Don Marcelino, estaba siempre enfermo y era el de mantenimiento “el circuitos” quién nos daba clases con sus escasos conocimientos. Aprendimos a desatascar retretes, cambiar bombillas y aplicar primeros auxilios sobre “lampismo” casero. Con el mundo de la especulación pisándonos los talones, pronto vendieron el orfanato para convertirlo en dos rascacielos de pisos de obra nueva de poca calidad, y dándonos un par de monedas para coger un autobús y un bocadillo, nos echaron a la calle. 

Una de las pocas opciones que tenía para sobrevivir un chico de dieciséis años como yo, sin oficio ni beneficio y poco agraciado, fue la de dedicarme a ser carterista.  Gracias a los guiris pude pagarme un albergue barato e higiénico ubicado en la periferia Barcelonesa. Así fue como conocí a Pilica, una chica dulce y de buen ver sin muchas luces pero con un par de buenas razones que se movían al compás de sus apetecibles caderas. Su padre, el regente del albergue, adivinó rápido mis intenciones para con su hija y un día encontrándome a punto de ir al metro (pues era día de aguinaldo navideño), me comentó de mal agrado que no iba a dejar salir a su querida hijita con una escoria suburbana y pobre como yo.

 Así que viéndome obligado nuevamente a delinquir, planeé hurtos más grandes para poder satisfacer a mi suegro, a Pilica y a mis necesidades como virgen tardío. Un domingo por la mañana de verano,  entré en el banco del bebeuveá de la Rambla Cataluña armado con un pasamontañas y una pistola de agua; a los quince minutos fui sustraído del mismo, esposado y en dirección a Chirona lejos de mi amor y de mi posibilidad de convertirme en un macho ibérico de verdad.

Al cabo de cinco años en la sombra y  sin remediar mi estado sexual adolescente, un juez se apiadó de mí dejándome en libertad condicional pero con la obligación de hacer servicios sociales a la comunidad.

Fue así como conocí a Carmelita, una chica poco agraciada pero cariñosa, con la que me metía mano mientras limpiábamos el Turó de l’home de cacas perrunas y utensilios médicos no esterilizados. La cosa fue a más, y cuando estaba ya palpando sus carnes y asegurándome los cimientos de un hogar y una familia, me pidió veinte euros por los servicios dejándome con poco riego sanguíneo en el cerebro y recordando la promesa hecha a mi difunta madre.  Me volví a casa con el corazón roto. Los entresijos del destino se habían vuelto a cebar en mi humilde persona. Me costó superar aquello.

Y hasta día de hoy, que vivo en un modesto piso de veinticinco metros cuadrados en la Plaça del Pi, trabajando de lampista por cuenta propia y de estado civil soltero. 

Así que, no siendo muy bueno con las matemáticas y utilizando algoritmos neperianos de andar por casa,  los treinta y tres regalos que me deben sus señorías (uno por año de vida) restados a los infortunios delictivos descritos anteriormente en mi infeliz vida, dan por resultado diez regalos navideños a recibir por el redactor de esta carta, oseasé un humilde servidor.

Y para no marear mucho a sus celebridades, y teniendo en cuenta en que al llegar a casa me he encontrado con un “cuadro” que yo no he pintado,  he detallado una lista de regalos sin orden de importancia que altere los factores.

REGALO 1: Un billete de ida a las Canarias
REGALO 2: Un boleto para el sorteo del niño acabado en cero.
REGALO 3: Qué alguien con conocimientos y aptitudes criminológicas me explique qué ha acontecido en mi hogar durante mi ausencia.
REGALO 4: Que los maleantes que hayan desvalijado mis veinticinco metros cuadrados, vuelvan a ordenarlos según estaba anteriormente a los hechos.
REGALO 5: Que los susodichos mencionados en el punto anterior, se lleven el cadáver que hay encima de mi cama.
REGALO 6: Que desaparezca el arma homicida que sin querer he tocado, al tropezarme con todo el desorden generado por los susodichos mencionados en el punto anterior y ulterior.
REGALO 7: Que se desinfecten las sábanas de lino donde yace el difunto, que son del albergue del padre de Pilica y son recuerdos emocionales.
REGALO 8: Que la policía deje de acordonar la zona y se vayan para sus casas.
REGALO 9: Que la prostituta que hay en el rellano no tenga enfermedades venéreas.
REGALO 10: Que la susodicha tenga espíritu navideño y acepte mi propuesta matrimonial.

Quedando en paz si todo esto acontece pronto, reciban una cordial salutación:
BORJITA PERDÍZ COLORADO.

3 comentarios:

  1. yo ya soy fan! a ver ahora lorena... te espero para establecer debate pk no sé muy bien cm ha podido sucederle esto a nuestro ya estimado y futuro amigo borjita. Ya que tú eres la única que entendió el final de biutiful... que coño ha hecho borja para merecer q alguien ensucié las sábans de su amada pilica, que no piluca insisto!

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  2. creo, que vamos a repasar todos los puntos de vista de todos los personajes acontecidos en el lugar del crimen... lo que tiene estar en el INEM... :)

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  3. OH!! Ahora no se si soy más fan de Alicialayunta o de Borjita, o de Carmelita (será zorra...) en fin, que mi mente ya ha imaginado un par de cosas, pero, porfaplis, que siga la historia...

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